Es el 24 de mayo de 1964. Se juegan las eliminatorias para los próximos Juegos Olímpicos de Tokio. La fórmula que llevará a dos selecciones sudamericanas a luchar por el oro olímpico es bastante peculiar.

Las siete selecciones sub-23 participantes son las de Argentina, Brasil, Perú, Chile, Colombia, Uruguay y Ecuador.

Cada una de ellas se enfrentará a todas las demás en una única fase que se disputará en Lima, la capital de Perú, en el Estadio Nacional, el más importante y espacioso del país.

Se iniciará el 7 de mayo con el Perú-Uruguay y se cerrará el 31 del mismo mes con el Perú-Brasil.

Ese día, los anfitriones se enfrentarán a Argentina.

La albiceleste tiene una lista inmaculada hasta ese momento. Cinco partidos y cinco triunfos. Eso significa pie y medio en el avión que los llevará a Japón para disputar los Juegos en octubre de ese mismo año.

Para Perú, sin embargo, el partido tiene un valor muy distinto. Chumpitaz y sus compañeros van segundos, empatados con Brasil, y sumar puntos ante los argentinos es crucial para ellos.

Dentro del estadio hay casi 50.000 espectadores, prácticamente todos peruanos, dispuestos a apoyar a sus muchachos.

En el primer tiempo, Perú fue constantemente hacia adelante en busca del gol, pero la defensa argentina, centrada en el ya carismático capitán Roberto Perfumo (que también capitanearía a los argentinos diez años después en el Mundial de Alemania 1974), resistió sin demasiados problemas.

Fueron los argentinos, sin embargo, quienes encontraron el camino del gol al cuarto de hora de la segunda parte.

Fue el mediocampista de Rosario Central Néstor Manfredi quien adelantó a su equipo con un buen remate a la media vuelta tras un despeje corto de la defensa peruana.

La reacción peruana fue vehemente.

Un empate mantendría vivas sus esperanzas de clasificación.

Y llegó el empate.

Faltaban siete minutos para el final cuando, en un centro desde la derecha de Enrique Rodríguez, el delantero centro Enrique Casaretto cabeceó el balón hacia el segundo palo.

El lateral derecho argentino Andrés Bertoletti pareció adelantarse al balón e intentó rechazarlo de volea. En ese balón, sin embargo, el extremo izquierdo peruano Víctor Lobatón se abalanzó y estiró la pierna en un intento de anticiparse a su marcador.

No lo consiguió, pero el desvío del joven lateral argentino de Chacarita Juniors impactó en la espinilla del número once peruano.

El balón cambia de trayectoria y acaba en el fondo de la red defendida por Agustín Cejas.

Es el gol que hace estallar el estadio. Perú está vivo y los Juegos Olímpicos de Japón están un poco más cerca.

Pero en ese momento ocurre algo.

Algo que convertirá un partido de fútbol en una absurda tragedia de proporciones inimaginables.

El árbitro, el uruguayo Ángel Pazos, ya corre hacia el centro del campo.

Primero es perseguido y luego enfrentado frontalmente por Perfumo.

Señala inequívocamente que la pierna de Lobatón estaba demasiado tensa y demasiado alta.

Una ‘falta de plancha’ la llaman allí. ‘Pierna tensa, juego peligroso’ son los términos que usamos aquí.

Y en ese momento ocurre lo que muy pero que muy pocas veces ocurre en un campo de fútbol.

El árbitro cambia de opinión.

Concede un tiro libre a los argentinos y anula el gol.

El Estadio Nacional estalla de rabia.

Las protestas son furiosas, incontroladas.

Jugadores, personal y público.

El incidente es realmente peculiar y muy inusual, y la frustración de los aficionados peruanos es evidente.

En esos momentos de agitación, dos hinchas, Víctor Melasio Campos (conocido como ‘El Negro Bomba’ por su ‘importante’ tamaño), un conocido alborotador con varios antecedentes penales, y Edilberto Cuenca cruzan las barreras y entran en la zona de juego.

Sólo son dos.

El Negro Bomba es inmediatamente derribado e inutilizado por un enjambre de policías, mientras que Cuenca recibe un trato aún más duro. Los perros de la policía peruana también le persiguen. Y aquí comienza una serie de situaciones que, como de costumbre, cambian según quién las cuente.

Lo cierto es que Cuenca, el segundo invasor, se desmaya. Alguien (el árbitro del partido y el Jefe de Policía Jorge de Azambuja) afirma que el “susto” es la causa de su desmayo. Para muchos otros testigos no es así. Fue golpeado salvajemente por los policías. Lo cierto es que la escena fue vista por los 47.000 aficionados que se encontraban en las gradas, que en ese momento comienzan a arremeter aún más contra la policía, amenazando con una gigantesca invasión del campo.

La policía pierde el control. Empiezan a lanzar gases lacrimógenos a las gradas.

En cuestión de segundos se desata el pánico, la “bestia” más difícil de controlar para el ser humano.

Todo el mundo busca una vía de escape, la aglomeración adquiere proporciones gigantescas.

Una marea de gente se precipita hacia las puertas de salida para escapar del gas y de la aglomeración.

Pero las puertas de hierro del estadio están todas estrictamente cerradas.

Esta decisión se ha tomado para evitar que los miles de aficionados sin entradas que rodean el estadio se abran paso a través del cordón policial intentando entrar también para ver el partido.

Una decisión que resultaría desastrosa.

Mientras tanto, el árbitro, aterrorizado por lo que estaba ocurriendo, ya había corrido a los vestuarios, pitando el final del partido antes de tiempo.

Otra mala elección.

Los ánimos se caldean aún más.

Los jugadores se encierran en los vestuarios, que están justo debajo de la tribuna donde se han lanzado decenas y decenas de granadas de gas lacrimógeno.

Lo oyen todo y lo poco que ven a través de la pequeña ventana de su vestuario es algo apocalíptico.

Cuando salen de los vestuarios varias horas después, la escena que tienen ante sus ojos es irreal.

Decenas de cadáveres en las gradas, cerca de las salidas y gente corriendo desesperada en busca de sus hijos, hermanos y maridos.

Cuando empieza “el recuento”, la magnitud de la tragedia aparece inmediatamente como lo que es: una masacre.

Habrá 328 muertos, sin contar a los que se encuentran fuera del estadio, en una noche que será de auténtico terror para Perú.

Habrá quien busque venganza contra la policía (cuatro agentes morirán en enfrentamientos en las calles de Lima) y habrá quien la tome con vehículos, comercios y fábricas.

El gobierno peruano, más allá de las condolencias y siete días de duelo nacional, no sabrá cómo actuar. Sólo dos serán los “culpables” de esa auténtica masacre.

“El Negro Bomba” y, tras un juicio instaurado siete años después de aquel día de mayo, el jefe de Policía Jorge de Azambuja, que será condenado a treinta meses de prisión.

Esta era ‘la idea de justicia’ para trescientas veintiocho familias que habían perdido a un ser querido.

¿Y el fútbol? Por lo que pueda contar después de semejante día, se tomará la decisión de parar la eliminatoria. No se jugarán más partidos en el Estadio Nacional ni en ningún estadio peruano.

La clasificación queda “congelada”.

En segundo lugar empataron Brasil y Perú. Serán ellos, en un partido único que se jugará en Brasil, quienes disputen el segundo boleto bueno a los Juegos Olímpicos. No habrá partido. Dos semanas después de aquel trágico día, Brasil, en su Maracaná, derrotó a la selección peruana por cuatro goles a cero.

Todavía hoy es la mayor tragedia vinculada a un acontecimiento futbolístico.

Y como dicen en Perú aún hoy “por doloroso que sea recordar ese día… es un deber hacerlo”.