Tomado de http://www.urbone.eu/obchod/storie-maledette

Yo estaba en lo cierto.

Se equivocaron conmigo y no puedo estar más contento.

En Cruz Azul, el equipo donde he jugado las últimas cuatro temporadas, pensaban que mis recientes problemas de rodilla no tenían arreglo y que ya había dado lo mejor de mí.

¡Y pensar que acabo de cumplir 24 años!

¡Y pensar que hemos ganado tres campeonatos en los últimos cuatro años!

Pero nadie me ha obligado a irme.

Es sólo que si no siento plena confianza en mí, prefiero irme a otra parte.

Los delanteros somos así.

La confianza lo es todo… la necesitamos.

Así que vine aquí a Guadalajara.

A Chivas.

Un equipo glorioso con una afición fantástica.

Vienen de años difíciles.

Hace un par de temporadas incluso estuvieron a punto de descender.

Impensable para un club de este calibre.

Incluso este año, en mi primer campeonato con el “Rebano Sagrado”, no hicimos olas.

Personalmente, sin embargo, estoy muy contento.

Me acogieron con un calor increíble desde el principio.

Y desde el principio me sentí como en casa.

Por supuesto, ¡el gol contra Estados Unidos!

Un cabezazo en plancha.

Una “palomita”, como lo llaman por aquí.

Marqué 14 más, pero ninguno tan importante como ése.

El gol de la victoria en el Clásico mexicano no tiene precio.

Incluso en la selección siguieron creyendo en mí.

Por desgracia, las cosas no fueron bien allí.

Dentro de quince días empieza el Mundial de Alemania, pero México no estará allí.

Haití llegó antes que nosotros en la fase de clasificación.

Una catástrofe para un pueblo como el nuestro, donde el fútbol es mucho más que un juego.

Todo esto sólo cuatro años después de haber sido sede del Mundial.

Pero debemos mirar hacia adelante.

Para empezar, a la próxima temporada con las Chivas.

El glorioso ‘Rebano Sagrado’ DEBE volver a lo más alto del fútbol en el país.

Lo exige la afición, lo exige el presidente y los directivos, lo exigimos los jugadores… lo exige la historia de este gran club.

Y yo, con mis goles, haré todo lo posible para que así sea.

Es una cálida tarde de finales de primavera.

Y es sábado por la noche.

Estamos en Guadalajara.

Octavio ‘El Centavo’ Mucino está cenando en ‘Carlos O’Willys’, uno de los restaurantes de moda de la ciudad.

Le acompañan tres amigos con sus mujeres y novias.

Es uno de los ídolos de las Chivas, el principal equipo de la ciudad.

Llegó el año anterior, procedente del Cruz Azul, donde contribuyó con sus goles decisivamente a ganar los dos últimos campeonatos.

Tiene 24 años.

Es un excelente delantero centro y en él tienen puestas muchas esperanzas los aficionados del ‘Rebano Sagrado’, el popularísimo club mexicano.

La temporada terminó dos semanas antes de lo previsto.

No fue emocionante, pero son años difíciles para el Chivas.

Y menos mal que estaba ‘El Centavo’, el pequeño, llamado así desde niño no tanto por su baja estatura (mide 172 centímetros) sino porque, dado su precoz talento de niño, siempre le tocó jugar con chicos de una categoría superior y regularmente era el más pequeño en el campo.

En la mesa de al lado había unos chicos jóvenes, elegantemente vestidos con sus trajes italianos de moda y con sus habituales Rolex en la muñeca.

Hijos de la alta burguesía local.

No cabe duda.

Al principio son un poco exuberantes.

Reconocen a Octavio.

Son hinchas del Atlas, el otro equipo de Guadalajara.

Unas cuantas travesuras adolescentes, algunas burlas y un poco exageradas.

El alcohol, sin embargo, aumenta la intensidad de los gritos, las risas y las fanfarronadas.

Pronto las burlas se convierten en insultos.

El dueño del club interviene, invitando a los chicos a calmarse y contenerse un poco.

Es un hombre pequeño, apacible y tranquilo.

Su físico nada esbelto y su bigote bien cuidado hacen que se parezca mucho a Chico, el compañero de las aventuras de Zagor, una tira cómica muy popular en la época.

Su intervención, sin embargo, no hace sino aumentar la arrogancia de los chicos.

Ahora se ponen muy pesados.

Hay uno de ellos en particular, Jaime Muldoon Barreto, que se alza un poco como mandamás y a fuerza de insultos acaba haciendo perder la paciencia a Octavio y sus amigos.

Es el propio Octavio quien se levanta de la mesa a la enésima provocación.

Los dos pasan rápidamente de las palabras a los hechos.

Octavio, que boxeó de muy joven, esquiva sin problemas los primeros torpes ataques de Barreto.

Luego coge al chico por la solapa, lo levanta y, hablándole a pocos centímetros de la cara, le dice ‘Chiquito, no me confundas con otro… tú eres un chaval, así que vete a meterte en líos con otros chavales… conmigo no y aquí no’.

Jaime Muldoon Barreto, con su orgullo evidentemente herido, reacciona.

Lanza un puñetazo, torpemente, que apenas alcanza el blanco.

Luego empieza con una serie de patadas, pero de nuevo con poco resultado.

Octavio le bloquea por segunda vez, le coge de nuevo por la solapa, pero esta vez acompaña este gesto con una bofetada.

No con un puñetazo, como entre hombres.

Con una bofetada, como se hace con los niños demasiado caprichosos e impertinentes.

En ese momento intervienen los amigos de Octavio, y también los de Barreto, que, recobrada la cordura, ayudan a restablecer la calma.

Cada uno se sienta a su mesa.

Todos terminan de cenar.

Todo el mundo reanuda la clásica charla de una velada en un restaurante.

Todos están bien.

Todos han vuelto.

Es hora de cerrar.

Los últimos en abandonar el restaurante son “El Centavo” y su grupo.

Fuera del club, sin embargo, todavía está Barreto, con sus amigos, apoyado en un Galaxy rojo.

Octavio los ve y se acerca a ellos.

Extiende la mano hacia Barreto.

“Lo que era era chico … sin rencores”.

Sólo que aún hay resentimiento… y mucho.

Jaime Muldoon Barreto saca una pistola y dispara tres tiros hacia Octavio Mucino.

El primero le da en el pecho, el segundo en el hombro, pero el tercero le alcanza en la cabeza, en la sien.

Todos tardan unos segundos en darse cuenta.

Para darse cuenta de que algo grave, algo irreparable, acaba de ocurrir.

Jaime Muldoon Barreto sube a su coche y con otros amigos sale a toda velocidad.

Uno del grupo de Octavio intenta agarrarse a la puerta del coche, pero a los pocos metros tiene que soltarlo.

Un vigilante de guardia en el restaurante saca su pistola e intenta disparar al coche de los “culis” de Guadalajara, pero sin éxito.

Octavio “El Centavo” Mucino muere dos días después, sin haber recuperado nunca el conocimiento.

El asesino, el joven Jaime Muldoon Barreto, hijo de uno de los industriales más ricos de Guadalajara, recibirá primero ayuda para huir al extranjero y, cuando regrese a México dos años más tarde, será declarado ‘No era responsable de sus actos’ (nuestro ‘incapaz de entender y querer’) en el momento del asesinato porque los fármacos recetados al joven para curar su epilepsia, tomados con grandes cantidades de alcohol, le incapacitaban para responder de sus actos.

Una vez más, el dinero inclina la balanza de la ley y un asesino queda impune.

Será México entero quien llore la pérdida de uno de sus mejores futbolistas.

Serán sus compañeros de selección, los de Chivas y sus antiguos compañeros de Cruz Azul.

Todos ellos profundamente unidos a este delantero con cara de indio, siempre sonriente, alegre y de ingenio listo.

Que en la cancha sabía desmarcarse con una inteligencia increíble, que siempre se encontraba en el lugar correcto en el área y que con su explosividad arrancaba y metía cabezazos maravillosos, a pesar de sus 172 centímetros.

Deja a su mujer y al pequeño Octavio Junior, de apenas 1 año y 3 meses.

Octavio ‘El Centavo’ Mucino, asesinado por un niño de papá tan estúpido que rechazó un gesto de paz.

Convencido de que su propio orgullo valía más que la vida de un hombre.