“Al final del entrenamiento, el entrenador me llevó aparte.

Cuatro palabras en total.

Esas palabras que cualquiera que sea futbolista profesional sueña con oír del entrenador de la selección de su país.

‘Mañana jugarás desde el principio’.

Fue Arrigo Sacchi, entrenador de la selección italiana de fútbol, quien las dijo.

¡Me hubiera gustado abrazarle y besarle!

… salvo que Arrigo Sacchi no es precisamente la persona más expansiva de esta tierra… ¡mejor no arriesgarse a que cambie de opinión!

Así que me limité a esbozar una sonrisa de oreja a oreja sobre un rostro probablemente estupefacto, acompañada de una de esas frases atropelladas, aunque bastante estúpidas y banales.

“Gracias, entrenador, lo haré lo mejor que pueda”, fue todo lo que conseguí decirle, ebrio como estaba de una inmensa emoción.

Mañana, 22 de septiembre de 1993, contra Estonia aquí en Tallin, estaré en el campo con el número 3 en un partido de clasificación para el Mundial del próximo verano que se jugará en Estados Unidos… y estar entre los 22 que subirán a ese avión rumbo a Estados Unidos sería otro sueño hecho realidad.

A decir verdad, todas las señales de que Sacchi me tenía en alta estima estaban ahí.

En el partido de la mañana, cuando Carlo Ancelotti, el segundo de Sacchi, repartió las camisetas y me entregó la blanca, entrecerré los ojos.

Era exactamente del mismo color que las de Baresi, Costacurta y Benarrivo… ¡los otros tres titulares en el departamento defensivo!

Esto no me garantizaba nada, por supuesto… pero sólo podía decir una cosa: que el señor Sacchi creía en mí y que quizás mi debut en la selección estaba mucho más cerca de lo que pensaba.

Durante los 45 minutos que duró el partido, tanto Sacchi como Ancelotti me corrigieron, aconsejaron, reanudaron y animaron.

Sé muy bien que el dorsal número tres de la selección pertenece a Paolo Maldini, quizá el lateral izquierdo más fuerte del mundo. Pero también sé que si hace falta estaré preparado.

A partir de mañana.

Mañana por la noche tendré un dorsal número tres que llevaré a casa con mi familia.

Mi madre pensó que estaba loco cuando dejé nuestra preciosa casa de Salerno para ir a Como.

Sólo tenía trece años, pero sabía, sentía, que el fútbol sería mi vida.

Prometí a mis padres que seguiría estudiando de todos modos.

“Lo haré”, les prometí, “pero pueden estar seguros de que no será este diploma de contable el que me dé el trabajo en la vida.

Y cuando vuelva a verles y les entregue este jersey, quizá hayan comprendido definitivamente que tenía razón”.

Han pasado poco menos de ocho meses desde el mejor día de la carrera de Andrea Fortunato.

Sólo que ahora parece otra historia.

De hecho, parece la historia de otra persona.

Desde hace varias semanas, el rendimiento de Andrea Fortunato ha bajado de forma sensacional.

En el penúltimo partido del campeonato, a domicilio contra el Piacenza, que se saldó con un aburrido empate a 0-0, fue sustituido a mitad de la segunda parte tras otra actuación incolora.

Ya casi no queda rastro de aquella exuberancia física que le permitía correr arriba y abajo por la banda izquierda decenas de veces por partido, donde podías encontrarle cerrando una diagonal defensiva o robando un balón a su oponente directo con una robusta entrada, y lo siguiente que sabes es que está empujando el balón al pie de la línea de tres cuartos contraria y poniendo centros que invitan al centro del área para las cabezas de sus amigos Vialli y Ravanelli.

En cambio, Andrea se limita ahora a “hacer los deberes”, manteniendo su posición, tratando de no dejar demasiado espacio al adversario directo, esperando ese “6” en los boletines de notas de los periódicos deportivos, que en cambio llega cada vez más raramente… mientras que los fallos, a menudo despiadados, son cada vez más frecuentes.

Una involución repentina e inesperada que desencadena perplejidad en la directiva de la Juventus, en los de dentro y, sobre todo, mucha rabia en los aficionados de la ‘vieja dama’ que, con la complicidad del rendimiento cada vez más opaco del equipo, buscan un chivo expiatorio en el que descargar su frustración, como siempre en estos casos.

Andrea Fortunato es el blanco perfecto.

El chico de buena familia que nunca ha pasado “hambre”, que en apenas dos temporadas ha pasado de la Serie B a debutar en la selección… y que con toda probabilidad se ha dormido en los laureles, permitiéndose la “buena vida”, los clubes nocturnos, las chicas fáciles y puede que incluso algún vicio prohibido.

El hecho irrefutable es que Andrea Fortunato tiene cada vez más dificultades.

Su energía parece agotarse a la velocidad de la luz, tanto en los entrenamientos como en el juego, y la sensación de sentirse “agotado” la expresa repetidamente al personal, a los compañeros de equipo y a los directivos.

En realidad, Andrea es un chico muy serio, con el gran sentido de la ética que le ha transmitido su familia, y no se da tregua por ese devastador bajón de rendimiento.

Entonces llega el 20 de mayo de 1994.

El campeonato había terminado hacía unas semanas y el Juventus, privado de sus numerosos equipos nacionales, disputaba un partido amistoso en Tortona, para celebrar el ascenso del equipo local Derthona al campeonato Eccellenza.

Andrea saltó al campo desde el principio.

Pero es el fantasma de sí mismo.

Constantemente lucha contra rivales que sólo unos meses antes apenas le habrían hecho cosquillas.

Sí, unos meses antes.

Cuando, tras un brillante inicio de temporada, Giovanni Trapattoni, el entrenador del Juventus que suele deshacerse en halagos hacia sus jugadores, sobre todo ante los medios de comunicación, le llamó “el nuevo Cabrini”.

No hubo un solo experto que no viera a Andrea Fortunato como el reserva natural de Paolo Maldini para el Mundial de Estados Unidos que iba a comenzar unas semanas más tarde.

Al final de la primera parte de aquel amistoso, Andrea, en cambio, pidió el cambio.

“No me queda ni un gramo de fuerza”, fueron las únicas palabras que logró pronunciar ante la vergüenza de una prueba tan negativa.

En ese momento, sin embargo, los médicos de la Juventus, y en particular el doctor Riccardo Agricola, decidieron que querían verlo claro.

Hicieron que Andrea se sometiera a una exhaustiva serie de pruebas.

La respuesta fue devastadora.

A Andrea Fortunato le diagnosticaron una forma de leucemia linfoide aguda.

Casi sería un alivio para Andrea, tan ofendido y humillado por meses de especulaciones tendenciosas y malintencionadas en su contra, poder decir: “¿Veis? estoy enferma. Por eso ya no podía jugar a mi nivel”.

Esto es probablemente lo que Andrea Fortunato habría querido decir a todos sus detractores más despiadados.

Salvo que uno puede morir de esta forma de leucemia.

Así que no hay tiempo y probablemente ni siquiera ganas de perderse en estas cosas.

En su lugar, hay que afrontar una batalla muy dura.

Andrea la ataca exactamente igual que cuando asaltaba las defensas contrarias por su querido carril izquierdo.

Ahí están su familia, sus amigos de toda la vida y sus compañeros de equipo, Ravanelli y Vialli sobre todo, que le ayudan, le animan y le esperan en el campo para retomar la carrera donde la dejaron.

En octubre de ese mismo 1994, Andrea Fortunato abandona el hospital.

Las células recibidas de su padre Giuseppe habían empezado a echar raíces.

El optimismo se instala.

Hay toda una vida por delante y, a estas alturas, ni siquiera el campo de fútbol es ya una quimera.

Unas sesiones de entrenamiento con el Perugia, el regreso a casa y luego la gran alegría de volver al grupo para el partido fuera de casa de la Juventus en Génova contra la Sampdoria.

Es el 26 de febrero de 1995

Andrea parece haberlo conseguido.

En cambio todo es efímero.

Una banal neumonía ataca aquel cuerpo aún frágil e indefenso y se lo lleva el 25 de abril de 1995.

Andrea Fortunato, el nuevo Antonio Cabrini, aún no había cumplido 24 años.

En el funeral, en su casa de Salerno, había más de cinco mil personas para despedir a un joven que había dejado su ciudad, su familia y sus amigos hacía más de diez años para perseguir su sueño.

Y la esperanza de todos es que Gianluca Vialli, su capitán y gran amigo en la Juve, tuviera razón, al despedirse de Andrea durante la ceremonia: “Esperemos que en el cielo también haya un equipo de fútbol… Para que puedas seguir siendo feliz corriendo detrás de un balón”.

La de Andrea Fortunato es una de las 38 historias que se cuentan en