“Cuando empecé a jugar al fútbol nunca pensé que se convertiría en mi profesión. Todos jugábamos al fútbol en Sheffield. Justo después de la guerra no había mucho más que hacer. Me encantaba, pero estaba convencido de que, como al 99% de mis compañeros, lo que nos esperaba era ir a cavar carbón al fondo de un agujero tan negro como el culo del infierno.

Nunca pensé que mi vida cambiaría pronto.

Ni mina, ni oscuridad, ni pulmones que tirar a los cuarenta.

Un equipo profesional me quería en sus filas.

Pero no cualquier equipo.

‘Mi’ Sheffield Wednesday, el club al que siempre había animado, el que podía ver en los últimos 20 minutos de cada partido en Hillsborough cuando en los tornos estaban Jackie Simmons y Pete Driscoll, los abuelos de mis mejores amigos que nos dejaban subir para que pudiéramos ver los últimos minutos del partido.

Debuté con los Búhos cuando aún no había cumplido los dieciocho años.

Nunca pensé que en pocos meses me convertiría en uno de los titulares inamovibles del club.

Jugar en el equipo de tus amores no tiene precio.

Todo el mundo en Sheffield me conocía e incluso con los demás, con los ‘Blades’ del Sheffield United me llevaba bien. No ‘tiraba’, sólo pensaba en jugar, correr, hacer entradas y ayudar a mi equipo a ganar el mayor número de partidos posible.

Y empezamos a ganar tantos que en la temporada 1958-1959 triunfamos en la Segunda División, marcando algo así como 106 goles en un solo campeonato.

Éramos fuertes, un gran grupo, y sabíamos que también podíamos hacerlo bien en Primera División.

Pero nunca habría pensado que sólo dos temporadas más tarde, en 1961, acabaríamos segundos sólo por detrás de aquel maravilloso equipo, el Totthenam Hotspurs, que ese año incluso consiguió ganar el “Doblete”, liga y copa, porque eran muy fuertes.

Yo era tan feliz como siempre. La gente de Sheffield se volvía loca por nosotros. Hacía más de treinta años que los Owls no se acercaban tanto a un título.

Sentí que me quedaría con ese equipo para siempre.

Y quién sabe, ¡quizá el título hubiera llegado de verdad!

Nunca pensé que, en cambio, sólo un año después el Everton rompería la hucha para arrebatarme de Sheffield y llevarme a Goodison Park.

Sesenta mil libras… nunca antes de aquel día de diciembre de 1962 había costado tanto un futbolista en Gran Bretaña.

Sin embargo, yo no sentía ni remotamente la presión. Colocarme en aquel equipo de fenómenos era lo más fácil del mundo.

Roy Vernon, Johnny Morrissey, Brian Labone, Alex Young… al final de la temporada estábamos en el techo de Inglaterra, dejando atrás a equipos como el Totthenam Hotspurs, el Burnley y el Wolverhampton.

Y nunca pensé que menos de un mes después debutaría con la selección inglesa junto a jugadores como Bobby Moore, Bobby Charlton y Jimmy Greaves.

Aquel día contra Suiza incluso marqué un gol y hubo muchos que dijeron que no me había desfigurado en absoluto y que tal vez la selección inglesa había encontrado a ese central que podía permitir a Bobby Charlton hacer su juego al tener a alguien que le cubriera por detrás.

Al año siguiente, en el Everton, nuestro entrenador, Harry Catterick, incluso me dio el brazalete de capitán.

Todo parecía perfecto.

Todo iba de maravilla.

Capitán del equipo campeón de Inglaterra y la oportunidad de ser uno de los veintidós que, menos de tres años después, tendrían que defender el honor de la nación en la Copa del Mundo que organizábamos en nuestro país.

Entonces, de repente, todo terminó.

Era el 11 de abril de 1964.

Un sábado por la noche. Por la tarde habíamos jugado contra el Wolverhamton. Un tres a tres final que significaba decir adiós a cualquier esperanza de recuperar el título, por entonces firmemente en manos de nuestro rival de ciudad, el Liverpool, al que Bill Shankly había llevado de nuevo a la cima del fútbol inglés.

Nunca pensé que aquel sería mi último partido de fútbol profesional.

Estábamos en una discoteca tomando unas cervezas y bromeando, como casi siempre los sábados por la noche.

Estábamos casi todos.

En aquella época, el equipo se formaba en el campo, pero también en el pub o en la discoteca.

Entró un amigo mío.

Tenía una expresión muy fea en la cara.

Llevaba un periódico en la mano y con el dedo señalaba la primera página.

La música estaba alta y no entendía nada de lo que decía.

Entonces vi el titular.

Escándalo de apuestas en el fútbol”.

No entendí nada.

Mi amigo me pasó el periódico, el Sunday People, que acababan de empezar a distribuir.

Bajo el titular había tres nombres de futbolistas.

Uno era el mío.

Aquel día fue el último feliz de mi vida.

Es el primero de diciembre de 1962.

Tony Kay sigue siendo futbolista del Sheffield Wednesday.

Kay y sus compañeros están a punto de saltar al campo en el campo del Ipswich.

David Layne y Peter Swan se le acercan unos minutos antes del partido.

“Tony, ¿cómo crees que acabará hoy?”, le preguntan los dos compañeros.

“Bueno, nunca hemos ganado aquí. Dudo que eso cambie hoy”, responde Kay.

“Nosotros pensamos lo mismo que tú así que si te apetece ver como 50€ se convierten en 100€ sin ningún esfuerzo aquí estamos” le dicen los dos compañeros.

“¿Qué significa eso?”, pregunta Kay.

“Que apostando por nuestra derrota hoy aquí en Ipswich hay alguien que dobla sus apuestas. Y, por tanto, también las tuyas”, le dice sin rodeos Swan.

Kay está, según admiten los dos compañeros, bastante indeciso.

‘No, chicos, no me interesa. Y vosotros tampoco deberíais hacer esa mierda”, es la primera respuesta de Kay.

“¡Tony, tú mismo lo has dicho de todas formas! Aquí en Portman Road siempre perdemos de todas formas así que…”.

Kay le da las 50 libras a uno de los dos hombres que salen del vestuario y se las entrega a Jimmy Gauld, ex futbolista del Everton, Plymouth y Charlton y ahora jugador empedernido y organizador del asunto.

El partido transcurre exactamente como todo el mundo espera.

El Ipswich Town derrota al Sheffield Wednesday y Kay y sus dos compañeros ganan 100 libras más.

Todo parece acabar ahí.

Nadie volverá a hablar de apuestas y para Kay, que nunca había apostado en su vida, ésa seguirá siendo la única apuesta de su vida.

Pero hay algo extraño, “demasiado” extraño.

Ese fin de semana las casas de apuestas perdieron casi 40.000 libras, una cantidad enorme para la época.

Definitivamente, algo no cuadra.

Uno de los más asiduos a buscar la verdad es el periodista de investigación del Sunday People Mike Gabbert.

En su afán por destapar una red de apuestas futbolísticas ilegales de la que se viene hablando desde hace unos años, por fin entra en contacto con Gauld.

Gauld, seducido por las siete mil libras que le ofrece Gabbert por hablarle de la organización, no sólo nombra a Tony Kay y a decenas de futbolistas más, sino que consigue convencer al propio Kay para que se reúna con él con una excusa.

Gauld lleva consigo una grabadora en la que intenta que Kay le cuente los detalles de su “apuesta” antes del partido entre el Ipswich y el Sheffield Wednesday.

La grabación, por primera vez en la historia jurídica de Gran Bretaña, es admitida como prueba ante un tribunal.

Según todos los indicios, la grabación es de muy mala calidad y es prácticamente imposible entender el significado de las palabras que Gauld y Kay intercambiaron aquel día.

Pero hacía falta una lección, hacía falta invertir la tendencia de un fenómeno que sin reglas estrictas amenazaba con destruir el deporte nacional… y hacía falta un chivo expiatorio importante para que esta lección se aprendiera de forma inequívoca.

A Tony Kay le llegó la descalificación de por vida.

A la edad de 27 años, en plena forma psicofísica.

Con un Mundial a la vuelta de la esquina en el que muchos observadores consideraban suyo el puesto de mediapunta que más tarde ocuparía Nobby Stiles.

Un partido, sólo uno, en el que tontamente y quizás ingenuamente se dejó convencer por dos compañeros de equipo para ganar un poco de dinero extra, suficiente para un traje nuevo o un fin de semana con la familia en Brighton.

Un partido, sólo uno… en el que incluso el Sunday People, el periódico que le puso en la picota, le juzgó, al cabo de noventa minutos, el mejor futbolista sobre el terreno de juego…

La vida, como es fácil imaginar, cambió radicalmente para Tony Kay.

A los 27 años, que le arrebaten su futuro y tenga que reinventar su destino no es nada fácil.

A una elección superficial que le costó su carrera le siguieron otras.

… las de un hombre que ha perdido el norte.

Primero su amistad con los dos terribles hermanos Kray, amos del hampa londinense de la época, y luego su implicación en la venta de un diamante que más tarde resultó ser falso.

Al enterarse de que la policía le sigue la pista, Kay toma una decisión repentina: trasladarse a España para escapar de la justicia británica.

Kay permanece en España 12 años, viviendo entre Sevilla y Benidorm y jugando al fútbol en equipos locales.

Decide entonces regresar a su casa de Sheffield para despedirse de su padre y sus amigos, pero le espera la policía, que no ha olvidado el “truco” del diamante. Un fin de semana en el calabozo y 400 libras de multa.

Ahora Tony vuelve a vivir en Inglaterra, en el sur de Londres.

Es un hombre sereno que por fin está en paz consigo mismo y con el mundo, aunque la rabia por lo que le ocurrió resurja de vez en cuando.

Desde 2013 hasta hoy, han sido muchos los futbolistas ingleses (incluso importantes) pillados in fraganti apostando en partidos de fútbol. Nombres como Andy Townsend del Totthenam, Cameron Jerome del Stole City, Ian Black del Glasgow Rangers o Dan Gosling del Newcastle.

No hace mucho fue también el turno de Kieron Trippier, que saltó a los titulares por una implicación poco clara en una red de apuestas.

Para ninguno de ellos, sin embargo, a pesar de que todos eran flagrantemente reincidentes, un castigo siquiera comparable al impuesto a Tony Kay.

“Tenían que golpear a alguien, dar ejemplo. Me tocó a mí. Y la cinta de la vida no se puede rebobinar”, es la melancólica conclusión del ahora octogenario Tony Kay.

Hace unos años regresó a Goodison Park, donde le dieron una calurosa bienvenida.

Nunca pensé que aún se acordarían de mí”, fueron las palabras de Tony Kay aquel día.

Un día, por cierto, en el que conoció a otro de los grandes ídolos de Goodison Park: Duncan Ferguson, con el que no sólo compartió el amor por los Blues, el hecho de que ambos fueran fichajes récord en sus épocas… sino también el hecho de que ambos tuvieron que pasar un periodo de sus vidas en las Cárceles de Su Majestad.